Una de las cosas más fascinantes que tiene para mi la vida, es la muerte. Nosotros no somos conscientes cuando nacemos, pero si lo somos cuando morimos. La muerte nos pone en contacto con la verdad absoluta, con ese mundo que creemos algunos que existe, pero del que nadie ha regresado para contarlo. Yo espero por eso la muerte con algo de morbosa curiosidad, mentalizandome para vivir esa experiencia dignamente, con alegría, golpeando los tacos y para abrazarla en su momento, sin temores, con alegría y con la paz que da el final del camino. Claro que todavía no está en mis planes morirme.. Antes de que La Catrina me lleve, me gustaría conocer a mis nietos y jugar con ellos. Tal vez esa obsesión por conocer a mis nietos, nazca del hecho de que no pude disfrutar de mis abuelos como hubiera querido; porque a mis abuelos paternos no los conocí; porque mis abuelos maternos murieron siendo yo niño y mis hijos tampoco pueden disfrutar de ese tipo de amor.
Es por estas cosas, que ademas de mi colección de fotografías antiguas de entierros, la celebración del Día de Muertos en México siempre me resulto interesante y cuando vivía en el país (que es la tierra de mi padre y de mis ancestros) y a la que debo parte importante de mi formación de vida; más de una vez me pase el Día de Muertos, visitando cementerios y restaurantes, disfrutando del colorido espectáculo, con reverencia que cabe, entre olores, sabores, tertulias y tumbas. Según la creencia (o la cultura) del culto a los muertos en México, cuando las almas mueren continúan viviendo en Mictlán, un lugar apacible y agradable donde moran las almas hasta el día en que retornan a sus hogares para visitar a sus familiares. Un encuentro que aunque no se vean si hace que ambos se sientan.
En la víspera de la celebración, el cempasúchitl y otras flores decoran los altares donde se colocan las ofrendas para recibir a las almas de los muertos. Mezcla de rito cristiano y de tradición prehispánica, las ofrendas son la comida o los objetos que les gustaba a los difuntos y que se colocan de manera reverente para atraer a sus espíritus y en los espíritus siempre deben estar presentes los cuatro elementos: tierra, viento, agua y fuego. La tierra esta representada por las frutas que le dan a las almas su aroma; el viento esta representado por el papel de china que se mueve finamente trabajado; el agua que se coloca en un recipiente en el altar para que las almas calmen su sed y por último, el fuego esta representado por las velas que se colocan en el altar (una por cada alma) para recordar a los espíritus de nuestros seres queridos.
En mi mente en un día como hoy 1º de noviembre (en México la celebración es 1º y 2, el primero para los niños muertos y el 2 de Noviembre para los adultos) yo levanto mi altar imaginario. En él esta Eusebio, mi padre, ese oráculo al que solía recurrir para consultar alguna duda o para saber algo más de la vida; con él esta la tierna imágen de la Maricucha mi madre, que me enseño a no anidar odio en mi corazón y a dejar que el tiempo haga su trabajo. Hay en mi interior en una celebración como la del Día de Muertos, una serie de fallecidos que habitan en mi, en mi recuerdo y en mi sentimiento. Allí están las hermanas de mi madre; esa Chana que a veces antes que una tía, la sentía como la hermana mayor que me hubiera gustado tener. Carmen y su carácter desenfadado, de quien me sorprendía cuando niño, que se tomara una gaseosa familiar ella sola y con quien fuimos a ver (junto a la Tía Chana y el Polo) clasificar a Perú para ESPAÑA 82. La tía Rosa que cada Viernes Santo volvía a ver Ben Hur y el Manto Sagrado, con el mismo interés de como si fuera su primera vez. Y mi siempre entrañable Tía Angélica, la hermana de mi abuelo que pasaba largas temporadas con nosotros y que era parte de mi familia. Una suerte de especial personaje como lo es la Tía Yuli (la hermana de mi mujer) hoy para mis hijos.
Y si algo valioso tiene mi vida es que tuve una infancia feliz, que compartí con Nano y con Chulin, mis primos hermanos, cómplices de mil batallas, de palomilladas de todo tipo y que te marcan el alma. para siempre. Nano murió hace algunos años y con él (estoy seguro que Chulin coincidira conmigo) se fue parte de esa experiencia compartida, parte de esa historia de niños que entre los tres jamás terminaría de ser contada. Y en esos espíritus que compartieron mi niñez, esta el de la Comadre Elsa y su siempre buen humor; el de la Sra. Angélica Samillán, la amiga de mi madre, a quien el reencontrarme con sus hijos en el FACEBOOK, es como volver a tener cerca, a recordar con afecto tantos momentos gratos y de sincera amistad. Y en mi altar de muertos hay un lugar especial para Don Renato Portocarrero; para la persona que me enseño que el negocio en la vida, esta en que el otro sienta que te esta ganando la partida sin darse cuenta que tu se la ganaste hace rato.
Creo que en este apretado recuerdo de los muertos que habitan en mi, hay alguien que no conocí, Doña Teofila, la abuela de mi esposa y a quien de una u otra forma le debo la mujer que formo y que comparte mi vida. Tal vez Ud. amigo lector se anime a levantar su Altar-Ofrenda imaginario. Y recuerde a sus propios muertos, a los muertos que viven siempre en cada uno de nosotros.