
A PROPÓSITO DEL CASO DE LA CONTRALORA SUÁREZ
Desde que cualquier hijo de su madre en éste país tienen uso de razón, escucha hablar de la corrupción, lee sobre la corrupción, convive con la corrupción: Ve el nombre de la corrupción en la gran prensa, la contempla caminando con su glamorosa impunidad por la historia peruana y envidia el poder de sus relaciones para salir del entuerto y seguir como un elemento gravitante en la escena nacional. Lo curioso es que son los políticos y los gobiernos de turno, los que fundamentalmente la tienen siempre presente. Se llenan la boca con ella, la repudian en público y terminan seducidos en privado por “sus encantos”, terminan al abrigo del poder alentándola insistentemente (de una u otra forma) por el beneficio personal que representa. Repitiendo la manida frase que reza que "el fin justifica los medios". Bajo el entendido que para la política, todo lo que encierra y cuesta mantener el poder (y su ejercicio) implica una forma corrupción.
Por la corrupción y contra ella, se crean instituciones que solo sirven para la fanfarria oficialista, para la pirotecnia verbal, para el gesto y para la pose. Pero lo real, como sucedio en los gobiernos de Toledo y el de Alan García, es que estas "creaciones heróicas" por un país sin corrupción, no sirven para nada. Esta es la historia presente y también la historia pasada. La historia de la Republica Aristocrática, de la República Militar, del Caudillismo Mesiánico y del Populismo Democrático. Y lo más dramático es que lo seguirá siendo por el desprecio que existe hacia la cosa pública en éste país. Por la falta de conciencia del valor de lo colectivo. Porque es necesario precisar, que si bien es cierto hay corrupción en diversos aspectos de la vida nacional, el efecto de la corrupción política, es nocivo y demoledor en la sociedad, por su carácter central, por lo que la política representa en la búsqueda de una sociedad y una institucionalidad democrática.
El problema (del que no es ajena ninguna sociedad del mundo) y por ende la solución, es social, cultural, ético y de moral social en el amplio sentido de la palabra; el aspecto ético individual es muy relativo. Y la solución para combatir permanentemente esta oleada que afecta a la sociedad, tiene que darse en estas esferas (no con carácter exclusivamente normativo) porque tiene que crearse conciencia del valor de lo social, del patrimonio comunitario desde la perspectiva del interés particular. Y en esa coyuntura poco se habla de la corrupción normativa en el Perú, de esa forma de corrupción que parte del poder; del Congreso, de la Presidencia de la República, de la institucionalidad democrática que construye normas o espacios de aparente legalidad para satisfacer intereses particulares o en beneficio propio, como paso hace poco con los sueldos de los padres de la patria. Una corrupción legislativa que convierte por arte de birbiloque lo ilegal en legal. Una forma de corrupción institucionalizada y legal, que discurre a los partidos políticos (o a otras instituciones de la sociedad civil) cuando se norma para satisfacer determinados intereses, para mantener una estructura de poder o una cúpula.
Y en este contexto, que forma parte de nuestra idiosincrasia, de nuestra manera de ser; la palabra no tiene valor, la verdad no tiene valor, el engaño es parte del mestizaje o de la viveza convertida en criollada; en una sociedad donde lo que vale es la apariencia, el parecer y no el ser, donde se consiguen títulos de maestría o doctorados por Internet (de veinte lucas) para tener currículum, para acceder a un cargo o para ser “doctor”. Y como en éste país cualquier burro es doctor, si no se tienen títulos, se inventan o se hacen en Azángaro, que sigue siendo la universidad más económica del Perú a pesar de los esfuerzos de la PNP. Así ha pasado con la “Contralora Suárez” que falsificando sus propios palmares, ha tenido una ingeniosa manera de aspirar al cargo para el que contaba con el favor político; una buena e ilustrativa manera de presentar su vocación fiscalizadora, "su lucha contra la corrupción". Es que al final de cuentas, el Perú de siempre; es el Perú de Rómulo León.
Por la corrupción y contra ella, se crean instituciones que solo sirven para la fanfarria oficialista, para la pirotecnia verbal, para el gesto y para la pose. Pero lo real, como sucedio en los gobiernos de Toledo y el de Alan García, es que estas "creaciones heróicas" por un país sin corrupción, no sirven para nada. Esta es la historia presente y también la historia pasada. La historia de la Republica Aristocrática, de la República Militar, del Caudillismo Mesiánico y del Populismo Democrático. Y lo más dramático es que lo seguirá siendo por el desprecio que existe hacia la cosa pública en éste país. Por la falta de conciencia del valor de lo colectivo. Porque es necesario precisar, que si bien es cierto hay corrupción en diversos aspectos de la vida nacional, el efecto de la corrupción política, es nocivo y demoledor en la sociedad, por su carácter central, por lo que la política representa en la búsqueda de una sociedad y una institucionalidad democrática.
El problema (del que no es ajena ninguna sociedad del mundo) y por ende la solución, es social, cultural, ético y de moral social en el amplio sentido de la palabra; el aspecto ético individual es muy relativo. Y la solución para combatir permanentemente esta oleada que afecta a la sociedad, tiene que darse en estas esferas (no con carácter exclusivamente normativo) porque tiene que crearse conciencia del valor de lo social, del patrimonio comunitario desde la perspectiva del interés particular. Y en esa coyuntura poco se habla de la corrupción normativa en el Perú, de esa forma de corrupción que parte del poder; del Congreso, de la Presidencia de la República, de la institucionalidad democrática que construye normas o espacios de aparente legalidad para satisfacer intereses particulares o en beneficio propio, como paso hace poco con los sueldos de los padres de la patria. Una corrupción legislativa que convierte por arte de birbiloque lo ilegal en legal. Una forma de corrupción institucionalizada y legal, que discurre a los partidos políticos (o a otras instituciones de la sociedad civil) cuando se norma para satisfacer determinados intereses, para mantener una estructura de poder o una cúpula.
Y en este contexto, que forma parte de nuestra idiosincrasia, de nuestra manera de ser; la palabra no tiene valor, la verdad no tiene valor, el engaño es parte del mestizaje o de la viveza convertida en criollada; en una sociedad donde lo que vale es la apariencia, el parecer y no el ser, donde se consiguen títulos de maestría o doctorados por Internet (de veinte lucas) para tener currículum, para acceder a un cargo o para ser “doctor”. Y como en éste país cualquier burro es doctor, si no se tienen títulos, se inventan o se hacen en Azángaro, que sigue siendo la universidad más económica del Perú a pesar de los esfuerzos de la PNP. Así ha pasado con la “Contralora Suárez” que falsificando sus propios palmares, ha tenido una ingeniosa manera de aspirar al cargo para el que contaba con el favor político; una buena e ilustrativa manera de presentar su vocación fiscalizadora, "su lucha contra la corrupción". Es que al final de cuentas, el Perú de siempre; es el Perú de Rómulo León.