Transcurridos los primeros cien días del gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, ha vuelto a reaparecer el gran drama de la política republicana, en un país sin institucionalidad y sin una definición del proyecto y el concepto de nación: La falta de una clase política de solera, la ausencia de una clase política con una visión de país, con una muy clara idea y convicción, no de "que hacer" sino de "como hacer". De la seguridad programática -de cara al futuro- que lo que tienen que primar son los grandes intereses nacionales y no los pequeños intereses de grupo. Kuczynski es un técnico calificado y exitoso, un hombre bien intencionado y honesto, pero no es un político experimentado, un hombre con el talento, el talante y el cuajo político para manejar situaciones o crisis de coyuntura y salir bien librado.
A nuestro actual presidente de la República a la hora de enfrentar los estropicios del ejercicio del poder, lo ha terminado ganando el pragmatismo, la caricatura, el chiste con humor americano, la contradicción que implica el retractarse; la exposición de su débil liderazgo; la precariedad de un desabrido e insípido carisma; que lo hace que termine "sin querer queriendo" embarrado por la corrupción, por la falta de partido y por sus limitaciones como líder político; las mismas que lo pueden convertir en un "Goñi" Sanchez de Lozada made in Perú, que en un contexto político diferente, termine mal después de un prestigio bien ganado y tras haber despertado grandes expectativas e ilusiones.
Y desnudar esa mediocre realidad de la política, nos lleva a la desilusión que padecemos y sufrimos los peruanos con diferentes matices a lo largo de nuestra historia. Esa desilusión que le abre las puertas a los serviles, a los oportunistas y a los corruptos. A los aventureros de la política, a los carroñeros del negocio público, a los "inversionistas" de los mega proyectos y los "bien relacionados" con la "socialite" y los contactos que se mueven alrededor de las élites del poder.
El futuro del país esta una vez más hipotecado a un gobierno sin partido, sin cuadros técnicos para cubrir siquiera gran parte del espectro del aparato estatal que se siente obligado a gobernar al alimón. El futuro del país se encuentra hipotecado a un gobierno que tiene que recurrir a personajes de la administración anterior, a ex funcionarios apristas o a técnicos sentenciados del albertismo fujimorista o del Keikismo, ante el cual negocian tras bambalinas o ceden tímidamente, en aras de la "gobernabilidad" que no ha sido la del "dream team" ni la del gran cambio, en un país donde hace rato algo cambia para que todo siga igual.
En cien días es indudable que nada puede cambiar, pero lo que si se puede hacer es marcar la cancha, mostrar liderazgo, hacer que se insinué la mano y la apuesta a futuro. Y nada de eso percibe una mayoría, que confía en que este gobierno puede hacer el gobierno que dijo hacer. Y en la dinámica de un país que le cuesta encontrarse, lo que tiene que hacerse antes que mejorar la logística, los sueldos o la infraestructura, es hacer una revolución moral, mejorar la educación, la cultura cívica. No hay mejor manera de combatir la corrupción que formar ciudadanos, hombres honestos, decentes, con ética, con conciencia del valor de lo colectivo. Ese es finalmente el principal soporte de la institucionalidad y de las políticas anticorrupción de las que adolecemos.
Sin operadores políticos importantes, sin pesos pesados en la política, que enfrenten a un fujimorismo, que es en el Congreso más cantidad que calidad, porque sus cuadros parlamentarios; antes que de la capacidad política, nacen del mercantilismo, de dinero que permite abrir puertas en la política. En ese escenario de falsetes, lo que puede esperarse es un gobierno timorato cuya agenda sea la plataforma política del fujimorismo al 2021 y las cifras en azul de un gobierno sin piloto automático, pero con un copiloto que marco la contramarchas. Que tuvo siempre la carta de navegación de PPK.
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