Cuando finalmente hubo un día que salí del Colegio, de mi querido Colegio La Salle, de donde me chuparon dos años -que sumados al año que perdí en el Antonio Raymondi hicieron que terminara el colegio a los diecinueve años- yo ingrese a la Universidad Nacional de San Marcos a estudiar Lingüística y a la Universidad San Martín de Porres a estudiar Derecho; a pesar de que en la secundaria siempre ocupaba los honrosos últimos puestos; llegando a tener de once cursos, diez desaprobados. Debo confesar al respecto, que a fin de año, con algo de talento artístico, convertía la mayoría de onces de mi libreta, en catorces o en diecisietes, con los que podía convencer a mis padres, que aunque mis tías insistieran en compararme con mi hermano mayor (que a diferencia mía era una lumbrera) yo no era una causa perdida y que el problema era que no me gustaba el colegio o la disciplina del colegio, ni las matemáticas o la física, porque lo mío eran las letras, la libertad, la irreverencia.
Cuando orgullosamente recuerdo esos años, en los que a despecho de mis notas, el apelatibo de "el abuelo" y la etiqueta de chonguero y de indisciplinado, es la me quedaba pintada y me caracterizaba ante mis compañeros; no puedo dejar de criticar a las burros que hay ahora; que son inalambricos, computarizados, pero que no saben ni cuando es la independencia del Perú, ni quien es Andrés Avelino Cáceres. Al final salir del colegio e ingresar a la universidad me cambio la vida, me sentí libre, estudiaba lo que me gustaba, conocí el amor de los años primeros, comencé bajo el embrujo del amor a escribir poesía, a publicar mis artículos en los diarios de Lima y lógicamente, seguí como hasta ahora viendo la vida con humor.
En los primeros días de clases en San Marcos, por mi culpa, una compañerita que se llamaba Eliana -y a quien no veo un chorro de años- fue expulsada de una clase de Materialismo Dialéctico. En medio de la amena conversadera que teníamos, a la profesora, que hablaba de las corrientes filosóficas, se le ocurrió preguntarle levantando la voz:
- ¡De que corriente estamos hablando Señorita!.
Yo en voz baja con algo de ingenuidad le dije: - "De la corriente eléctrica". Una frase que ella repitió sin inmutarse y que a pesar que le costo la tarjeta roja, no significo que me guardara rencor en el entendido de el futbol es el futbol.

En una librería que hay en la Av. Wilson, en la cuadra once, encontré el libro TODOS LOS COMIENZOS, de Don Paco Ignacio Taibo I, que fue editor del Suplemento Cultural de EL UNIVERSAL de México (el diario que me dio la oportunidad de escribir en el país de mis ancestros) y quien me acogió en esa sección del diario, en un ya lejano 1986. Un persona de gran calidad humana y a quien además de recordar con mucho afecto, considero uno de mis maestros del periodismo conjuntamente con Doña Elvira Mendoza, la primera directora de VANIDADES que me dirigio en la revista ACTIVA de Editorial TELEVISA y Don Bernardo Ortiz de Zevallos y Don Guido Chirinos Lizares, estos dos últimos talentosos periodistas de antaño, de las ya desaparecidas LA PRENSA y ULTIMA HORA.
Cuando leo una nota en un diario limeño en los que se habla de un evento sin mencionar fecha, lugar y otros datos, recuerdo lo que gente como Don Paco Ignacio Taibo I y el periodismo mexicano me enseño. Que no solo cuenta la estética, el escribir bien; que hay que dar información. Que la forma no tiene sentido sin el fondo. En ese contexto, no es fruto solo del azahar encontrar un libro de Don Paco en Lima, porque no es un escritor conocido en el Perú, porque para mí este hallazgo tiene un gran valor sentimental y es motivo para rendir entre teclados, un homenaje a alguien que siempre recuerdo con afecto. El BUHO HABLADOR de mi blog por ejemplo, recoje la idea de su exitosísimo GATO CULTO de la Sección Cultural de EL UNIVERSAL.
Don Paco Ignacio Taibo I, nació en Gijón en 1924 y murió en México, en Noviembre del 2008. TODOS LOS COMIENZOS son relatos autobiográficos, algunos cortos, otros extendidos, que se recrean en la fantasía para hacer una novela con un ritmo diferente. Antes de comenzar a leerla, el tenerla entre mis manos me permitió reencontrarme con el maestro Taibo, recordarlo fumando en la redacción del diario, mientras yo llevaba mis artículos sobre literatura sudamericana. Creo que me voy haciendo viejo (lo que no significa que doble mis banderas y me convierta en bombero) comienzo a vivir de mis recuerdos. Y este me ha hecho feliz.
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